La enfermedad grave y la hospitalización de niños pequeños
supone, al igual que las de los adultos, un impacto importante en la vida de
los familiares. La emoción predominante es la ansiedad (ante un diagnóstico
reciente, ante la incertidumbre de la evolución, ante las fantasías de
catástrofe y muerte…), pero son igualmente frecuentes la tristeza, la
irritabilidad, los desencuentros con la pareja, familia, amigos…, el cansancio,
la culpabilidad…
Hay muchas formas en las que las familias pueden manejar estas
emociones y su manifestación en la vida diaria. Entre ellas, una muy frecuente
es la tendencia a la ocultación como un medio de proteger al resto de
familiares (especialmente, a los de menor edad). Con frecuencia se asume que
los niños no deben tener acceso a la información sobre lo que le ocurre al
familiar afectado ni sobre la evolución de éste. Por tal motivo, los padres
suelen hablar a escondidas, acudir a las consultas a escondidas, llorar y
sufrir a escondidas. Es, como decimos, una forma de proteger a los menores, de
evitarles sufrimiento (ése que los padres no pueden evitarse a sí mismos), una
manifestación más del amor que sienten por sus hijos. El problema es que, tal y
como decía Watzlawick (un importante psicólogo austriaco), “es imposible no
comunicar”. Las ausencias repetidas de casa, las miradas que se cruzan los
progenitores, las puertas cerradas, los ojos llorosos, las tardes en casa de
abuelos, tíos, vecinos, las ausencias de las actividades habituales e incluso
del colegio… todo eso es una forma de lenguaje para los menores. Tanto si se
trata del niño enfermo como de los hermanos, seremos incapaces de conseguir
protegerlos con nuestro silencio. Ellos necesitan una explicación de lo que
está pasando, y a falta de información clara por nuestra parte, leerán a su
manera entre las confusas líneas del funcionamiento cotidiano.
Otro factor que actúa potenciando los efectos perniciosos del
silencio es el hecho de que muchos menores tienen la fantasía de que la
enfermedad la han provocado ellos (con su mal comportamiento, con sus
pensamientos negativos en momentos puntuales hacia sus hermanos o
progenitores…) y temen ser castigados por ello. De todas las emociones que
pueden padecer, las más perjudiciales son la confusión y la incertidumbre ante
la percepción de una situación de gravedad no explicitada ni explicada por los
familiares. De ahí la importancia de hablar con ellos abiertamente. Tanto el
niño enfermo como los hermanos necesitan saber qué ocurre, cuál será la
evolución previsible de la enfermedad, qué síntomas implica ésta, qué cambios
generará en el funcionamiento cotidiano (ausencias más frecuentes de los
padres, cuidado a cargo de algún familiar, menor tiempo de ocio, cambio posible
de domicilio, necesidad de disminuir gastos, etcétera). Necesitan poder
participar (a su nivel) en los tratamientos médicos, preguntar lo que no
entiendan, expresar sus sentimientos y encontrar sostén emocional en los
adultos. Las explicaciones deben adaptarse a su nivel de edad, pero deben
responder siempre a la verdad. Es importante transmitirles, junto a la
información, la idea de que pase lo que pase se encontrará la forma de afrontar
situaciones difíciles, de que estaremos con ellos para acompañarles y de que
estamos disponibles para que nos pregunten todo lo que necesiten. Podemos
llorar delante de ellos (de esta forma les estamos dando la oportunidad de que
también ellos manifiesten cómo se sienten). La clave es combinar la expresión
de esos sentimientos con una determinación firme a sobreponerse y a seguir adelante,
esto es, con la manifestación de una confianza clara en los recursos propios y
de los menores. Al hacer esto comprobaremos que esa manifestación emocional los
tranquiliza más que angustiarlos. Entenderán los cambios que implica la enfermedad/hospitalización,
se sentirán capaces de anticipar situaciones y su nivel de adaptación a las
mismas se verá facilitada. Sabrán que tienen permiso para expresar sus
emociones y no necesitarán somatizar la angustia a través de síntomas como
dolores de cabeza, vómitos, irritabilidad, trastornos de conducta, etcétera.
El silencio aísla y obliga a cada miembro de la familia a
sufrir por separado, a lidiar con las peores imágenes (traídas por un cerebro
confuso y asustado) y con los peores temores. La comunicación abierta y clara,
por el contrario, supone un recurso compartido -construido entre todos- con el
que hacer frente a situaciones difíciles. Es una especie de puente que se puede
atravesar y que nos traslada desde una situación amenazante y oscura a otra que
se puede dotar de significado: el de estar unidos, pese a todo, y apoyarse
mutuamente.
Lucía Díaz Rodríguez
Psicóloga Clínica
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